lunes, 22 de marzo de 2010

los árboles.



Yo no escribo,
no soy un hombre,
pero en mi bruma,
conozco muy bien la inmensidad,
son mis ramas,
mis aguas,
mis antepasados... !


Luis Alberto Spinetta


Ni una nube. “Que cielo diáfano, ¿no?”, le comento el quiosquero al policía que merodeaba por Córdoba y Callao esa mañana de primavera. “Afirmativo”, contestó el oficial, y los dos se rieron como chicos.
Unos alumnos pasaron corriendo, seguramente llegaban tarde a la facultad. Un colectivo freno de golpe y casi choca a un taxi. Papeles, colillas de cigarrillos y hojas volaban sobre la sucia avenida. Otro día más en Buenos Aires.
“Dame un atado de Phillip”, le dijo el policía con un tono amistosamente imperativo.
“Algún día podrías pagar…”, aventuro el quiosquero. “Algún día te podría meter un tiro.”, sentencio el de uniforme.
Mientras prendía el cigarrillo se pregunto por que carajo se había hecho policía. Después lo recordó. No hubo alternativa. Pero si volvía alguna vez en el pasado se juro en vano hacer todo lo posible para escapar al “reclutamiento” y seguir viviendo en la provincia, aunque sea en un lugar chiquito, mientras tenga algo de pasto y un par de árboles para la sombra en primavera. Mientras, se tenía que conformar viviendo en la pensión, con el pelotudo de López que siempre llegaba a las 4 de la mañana, borracho, con alguna mina, y que no lo dejaba dormir. Pero esta mañana no había por que quejarse, todo estaba tranquilo. Ninguna corrida, ningún aviso por radio. El cigarrillo y él solos entre el río que formaba la gente sobre la vereda pero que en minutos más se disipaba, cuando cada uno ocupase su puesto, su rol en la sociedad.
“Es verdad, no hay ni una nube… jajaja … ¿Cómo va a ver una nube con tanto edificio que tapa… Dios! Como extraño la provincia…”
Camino sereno hasta la plaza de Rodríguez Peña, mirando a las chicas pasar, livianas de ropa. Le gustaba la primavera. La gente esta más relajada, hasta los ladrones. Al menos de día, al menos en su turno.
Aunque no era el recorrido habitual se adentro a la plaza, a la sombra. Unos jubilados hacían gimnasia y se acordó de su papá. Extrañaba sentarse con el a tomar mates hasta la madrugada escuchando sus anécdotas una y otra, y otra vez. “Pronto te voy a visitar, viejo.”, le prometió en silencio.
Y pensando en los jubilados, en su papá y en la vejez se dio cuenta de que la vida es muy corta y ya era demasiado tarde. Al menos para hacer eso que siempre quiso: Jugar a la pelota, tener una familia, viajar por el mundo. Solo tenía el arma reglamentaria y la pensión. Y a la loca que de vez en cuando pasaba a visitar, pero que cada vez le gustaba menos y lo fatigaba más. La voluntad se le consumía, y el cigarrillo se le terminó. Empezó otro.
“Disculpe, ¿sabe donde queda la estación de subte?”, pregunto una chica rubia, extranjera. Se quedo mirándola. “Claro”, pensó, “si no tuviese el uniforme vos jamás de los jamases te me acercarías y menos me preguntarías algo… “A una cuadra señorita”.
Dijo gracias y se fue. Tenía pantalones cortos y lindas piernas. El pelo le llegaba a media espalda y era bastante alta. “El día que este con una mina así… no se que voy a hacer, pero seguro seré feliz. Jajaja, si se que voy a hacer, se lo voy a refregar en la cara a López y le voy a caer todos los días cuando duerma, y voy a hacer el quilombo de mi vida, jajajaj”.
A las 4 comenzaba la cuenta regresiva. Solo quedaban 30 minutos de deambular por la calle, esperando que nadie afane, que nadie choque, que ningún loco hostigue. Esperando que haya 30 extranjeras rubias que le pregunten dónde queda el subte y se quede hablando un minuto con cada una. Pero esa primavera todo fue distinto. Y todo comenzó ese día, 28 minutos antes de irse a casa.
La primera rama cayó a las 4:02, la segunda segundos después, con tan mala suerte que golpeo a un jubilado en la cabeza desmayándolo. “López, mandame una ambulancia a la plaza Rodríguez Peña”. “Señor, ¿esta bien?” Pero no respondía. “La puta madre, ¿justo ahora tiene que pasar?”, pensó. Los viejos se le abalanzaban. “Ya pedí la ambulancia señora, ¿puede esperar? ¿Qué quiere que haga, que le dispare a la rama? En un ratito llega, ya llega, no se desesperen y déjenle espacio al señor para que pueda respirar…”
Los ruidos empezaron minutos después. Al principio pensó que se trataba de un choque, pero venían del suelo, de la tierra. “No lo se señora, no se que son esos ruidos”, “López, ¿Y la ambulancia López?”.
Los temblores a las 4:19. “A ver señores, por favor deshabiliten la plaza. Yo lo llevo al señor hasta la esquina, no se haga problema que puedo solo. Pero vayan, vayan. No me lo hagan mas difícil”. “López la puta que te parió, ¿Dónde esta la ambulancia?”.
La ambulancia llego a las 4:23. El hombre respiraba, pero seguía inconciente. Lo derivaron al Fernández. Los ruidos y los temblores terminaron, al menos por el momento. “A lo mejor hasta me lo imagine yo”, pensó riendo. Quería que pasen esos 7 minutos. Solo eso.
4:27: Volvieron los temblores, más fuertes. El suelo vibraba. Se escucharon gritos, algunos caminantes se cayeron. Muchos entraban a los negocios en busca de refugio, otros escapaban por miedo a un derrumbe y él supo que esa tarde no se iría temprano a su casa.
“Villalba, ¿me escucha?”. “Si subcomisario”. “Nos acaban de llamar diciendo que hubo un par de temblores por allá, por donde estas vos, ¿seguís ahí no?. “Si subcomisario”. “Muy bien, escucha, ahora te lo mando a López, se quedan los dos ahí por si las dudas hasta que sepamos que mierda esta pasando”. “Si subcomisario” “No apagues el radio, ¿te queda batería?”. “Si subcomisario”. “Muy bien, bueno, ya te lo mando a López, cualquier cosa me informas.”.”Si subcomisario”.
López llego a las 4:45. La zona estaba casi desierta. La gente, asustada, trataba de irse cerca de la costanera o para el oeste. Aparentemente los temblores eran propios de esa zona. Al rato volvieron los ruidos. Eran más bien crujidos, “quejidos” desde tierra. López y Villalba estaban en medio de la plaza, cuidando de que a ningún “pelotudo” se le ocurriese meterse en el medio del “quilombo”. Y siempre los había.
Entonces las primeras raíces comenzaron a salir. Luego otras hasta que fueron cientos, mientras el crujir se intensificaba. No era un ruido molesto, al contrario era hasta dulce, con cierto dejo de liberación. “¿Estas viendo eso Villalba?” pregunto López. “Un ruido de mierda, pero ni una nube en el cielo”. “¿Por que no mejor vez al suelo y te cagas hasta las patas?”. Cuando López vio lo que pasaba no pudo articular palabra. Se quedo mudo, y eso era casi un milagro por que López casi nunca dejaba de hablar, solo cuando jugaba Boca o cuando lo puteaba el subcomisario. Las raíces parecían dedos y no dejaban de moverse. Lentamente la gente salía por los balcones a ver. Se escuchaban las voces desde lo alto y Villalba rezaba por que esa gente no viniese en masa como una manada curiosa a curiosear, por que, obviamente, no podrían contenerlos de a dos (y menos si el otro era López). “Subcomisario, ¿me escucha?”. “Si Villalba, decime”. “Bueno…mire…no se como explicarle subcomisario, acá…bueno… las raíces de los árboles se salieron de la tierra, se mueven..”.”¿Ud. me esta tomando el pelo Villalba?, ¿Cómo mierda se van a mover las raíces?”. “Si, subcomisario, se mueven, parecen como dedos..”.”¿Ud. es poeta Villalba?¿Como dedos?...¿Que es eso?¿Una metáfora?¿Se la enseñaron en el reclutamiento?¡Ud. es un pelotudo, Villalba!”. “Enserio subcomisario, me dijo que le avise si pasaba algo…bueno, se están moviendo las raíces, y acá con López tenemos miedo de que la gente se acerque a ver y no los podamos contener, estamos los dos solos….” “Dios mío Villalba, dios mío…No lo puedo creer, sinceramente. De las pelotudeces que escuche por este radio, que fueron miles, esta fue la mas….pelotuda, te ganaste el premio de la pelotudez Villalba, lo podes pasar a retirar por comisaría. Y el premio es la terrible patada en el culo que te voy a dar por querer cagarme el día tratándome de pelotudo!” “Pero subcom…Corto”. “¿Y ahora que hacemos Villalba, que carajo hacemos?”, pregunto López.
Villalba no sabia que hacer, nunca había estado en una situación semejante, hasta salió de varios tiroteos ileso, pero jamás estuvo entre raíces moviéndose como dedos (¿eso era una metáfora o una comparación?). La gente se acercaba de a poco mientras trataba de disuadirlos, pero era en vano. Las raíces se movían cada vez más rápido. La tierra removida en ese día de primavera daba un sabor especial al aire, y los crujidos… al menos tapaban los ruidos de la ciudad a lo lejos.
Un árbol cayó y casi aplasta a un emo. Las raíces seguían moviéndose. Otro árbol cayó. La gente corría, gritaba. “Villalba, Villalba, ¿Estas ahí?” “Si suboficial” “Perdona Villalba, pensé que me estabas jodiendo, la gente no para de llamar, ahora mismo te mando refuerzos.” “Gracias suboficial”.
Antes que la policía (como siempre) llegó la televisión. La tarea se hizo aun mas complicada. Entre López y Villalba había como diez periodistas. El radio no paraba de sonar. “Villalba, ¿llegaron los refuerzos? ¡Te estoy viendo en la tele Villalba!”
“Les voy a pedir que por favor se alejen de la plaza por su seguridad, es una zona peligrosa…”, advertía a los periodistas justo cuando un árbol cayo a sus espaldas. “¿Filmaste eso?, ¡dame aire que salgo ya!, ¿listo?... La situación es tensa. Se acaba de caer un árbol atrás nuestro, nadie sabe los motivos de estos acontecimientos. Simplemente los árboles caen, las raíces salen del suelo y se mueven. Es algo increíble. Sin precedentes en la historia mundial. Estamos con el oficial responsable de cuidar la zona, el cabo Villalba. Díganos Villalba, cuando comenzó todo esto?” Villalba transpiraba. Prefería que los periodistas sean ladrones y las cámaras armas, así sabría como manejarse. Pero ese micrófono le daba miedo. Todos lo iban a burlar. Hacia calor y transpiraba mucho. Tenia las axilas empapadas, y vergüenza, mucha vergüenza. Y la gente no paraba de acercarse, mientras la radio sonaba “Villalba! Villalba!, deja de decir pelotudeces al aire y fijate que no se meta nadie!”. López hablaba con otros. Donde antes había un micrófono ahora había 4, solo habían pasado unos eternos 10 segundos y él no había dicho palabra. “¿Qué le pasa Villalba?, hable!.”, le decía la periodista. “Bueno, los crujidos comenzaron hace 20 minutos aproximadamente, un señor mayor resultó herido a causa del desprendimiento de una rama producida justamente por el movimiento. El señor ha sido derivado al hospital Fernández, y por el momento no hubo ningún muerto…” Nunca olvidaría la cara de la periodista, atónita por semejante declaración. Por suerte otro árbol cayó y los distrajo un poco. Tomó un respiro mientras corrían a filmar el tronco tirado. Recién en ese momento llegaron los patrulleros. Eran cuatro con 12 policías. “Por fin”, pensó. Estaba agotado.
Se comenzó a marcar el perímetro. Nadie podía entrar a la plaza. Los autos se acercaban por todas las calles. Todos querían ser participes, ver, tocar. Hasta helicópteros a distancia imprudente sobrevolaban la plaza mientras inundaban de viento y tierra a quienes allí trataban de respirar. Mucho ruido, mucha tierra, mucho aire.
A las 5:23 el primer árbol caído comenzó a moverse, serpenteaba como víbora y el tronco se flexionaba toscamente sobre el suelo. Villalba volvió a pensar por qué carajo se hizo policía. López enmudeció definitivamente.
El árbol, tras varios intentos (en los cuales casi mata a un par de camarógrafos), logró por fin levantarse. Erguido sobre sus raíces comenzó a emitir un chillido que parecía nacer de su interior y vibrar su corteza. Segundos después el resto de los árboles caídos repetía el ritual del serpenteo. Los que aun continuaban aprisionados en la tierra empezaron a balancearse, sacudiendo las hojas y libreando poco a poco sus raíces del suelo. No existía la lógica. No había lugar para gritar o agitarse, solo podía verse el espectáculo. Más patrulleros llegaron a la zona. Los policías obligaron a todos, periodistas y civiles, a desalojar el área, y apuntaron sus armas hacia los árboles. “¿Qué mierda están haciendo?, ¿Qué carajo creen que van a hacer?”, pensó Villalba desesperado, mirando a todos los policías (incluso López) apuntando. “EH!, esperen! No les disparen!” “Callate Villalba, que es orden del comisario”. Era algo inentendible. Tratar de matar a un árbol a balazos. Lo que era entendible era el clásico miedo de la masa a lo inexplicable. Todos los árboles ya estaban sueltos, se agrupaban. Parecía que hablaban en secreto. El primer disparo se dio a las 5:51. Lo ejecuto Ramírez, un cabo recién ingresado a la fuerza. El resto siguió el ejemplo. Los balazos golpeaban los troncos y hacían saltar la corteza. Algunos rebotaban, pero el fuego no cedía. Un disparo perdido dio en el hombro de un transeúnte, que quedo tirado en el piso gritando, puteando. Los árboles comenzaron a gemir. Se quejaban, sufrían, les dolía. Villalba los entendió. Los vio, comprendió lo que sentían. “Alto!, basta de disparar, que están sufriendo!” “¿Qué pasa Villalba?” Logró detener la balacera, al menos por un instante. Corrió hacia los árboles y se metió dentro de la ronda que formaban. Estos se balanceaban de un lado hacia el otro, en la corteza de algunos brotaba savia. Los miró, tan viejos, tan fuertes. Ellos se encorvaron hacia él. Por alguna razón se le ocurrió que esos enormes seres alguna vez fueron simples semillas. Que tal vez fueron traídas de Europa hace mas de 200 o 300 años. No sabía por qué se movían, qué los llevo a hacer eso, como podía ser posible. Pero entendió que se querían ir de ahí. “Villalba!! Villalba!! Contesta!! ¿Qué mierda haces ahí metido? Salí de ahí carajo! Es una orden!” Tiró el radio al suelo.
Lentamente volvieron a moverse. Villalba corrió hacia los patrulleros. “Se quieren ir, no me pregunten por qué, pero se quieren ir.” “Sigamos disparando entonces!”, dijo Ramírez. “¿Para que carajo le vas a disparar a un árbol? Además no les hicieron nada las balas! No son violentos!, solo se quieren ir!” “Y decinos genio”, pregunto López, “¿adonde van a ir?” Y Villalba vio todo muy claro: a la costanera, al río.
A las 6 en punto se genero el operativo. 8 patrulleros alineados ocupaban los carriles de Callao al frente, los árboles se acomodaron al medio, y otros patrulleros venían por detrás. Comisarías de toda capital mandaron autos para tapar las calles que cortaban la avenida. Villalba se metió entre los árboles. Estos confiaban en él, y él los miraba desde abajo, como si fuesen abuelos altos, grandes, sabios. Al cruzar Santa Fe, se trepó a uno pequeño (debían haber aproximadamente 40 árboles caminantes). Sintió la adrenalina de la altura, de ese galopar lento. Vio la ciudad como nunca antes, sonrió. A medida que caminaban, algunos árboles dormidos aun en veredas cercanas despertaban, oían el llamado, pero solo algunos, y tímidamente se desprendían de la tierra (caían al suelo, serpenteaban, se paraban) y se sumaban a la marcha. La gente gritaba desde los balcones, tiraba papelitos, cantaba: “Ar gen tina!”, el miedo se convirtió en felicidad. Los chicos estaban asombrados, tal vez un poco menos que los adultos. Desde los balcones algunos trataban de arrancar hojas. Muchos autos sufrieron rayones. Los cables de luz y teléfonos se cortaban al paso de los gigantes, pero a nadie le importó en ese momento. Todos estaban bajo el efecto hipnótico de los troncos abriéndose camino, y del sonido del crujir de cada paso. A lo lejos, la plaza quedo vacía y agujereada, con el sol entrándole de lleno aunque ya era tarde. Quedó desértica.
Llegaron hasta Libertador. El tráfico se detuvo y los autos estaban desparramados por doquier. Guiados por los patrulleros y por Villalba doblaron hacia Retiro. De vez en cuando alguno caía, pero al rato se volvía a levantar. El paso era lento y para cuando llegaron cerca de la terminal de trenes ya era pasada la media noche.
Desde ahí, doblaron hacia la izquierda y lentamente se acercaron hasta la costanera. Villalba tuvo razón. Al llegar a las inmediaciones del río, frenaron por un instante, giraron 180 grados sobre su propio eje y enfrentaron la imagen de una multitud. Toda la ciudad estaba a presente, contemplándolos en silencio. Villalba, que había bajado hacia unos momentos del árbol pequeño, creyó distinguir algo parecido a un ojo en el tronco de uno de ellos. Volvieron a girar dejando caer sus hojas para que se las llevase el viento por última vez, tal vez así decían adiós.
La noche estaba más estrellada que de costumbre, y la luna (llena) iluminaba el cielo, diáfano, sin nubes. Volcaba su luz sobre el agua dibujando un imaginario puente blanco, movido apenas por la marea, que señalaba al oeste. Villalba prendió un cigarrillo. Nadie hablaba, nadie se animaba a hacerlo. Los chicos estaban aferrados a las manos de sus madres, pero no lloraban. Nadie entendía, salvo Villalba. El ciclo había terminado, volvían al hogar. Y mientras veía como primero se alineaban en torno a la costa, luego de que la marea les lamiera las raíces para, por fin, lanzarse hacia el agua, Villalba agradeció el día en que se hizo policía (un par de jóvenes se metían al agua helada intentando alcanzar a los árboles que se movían más rápido que delfines). Pero también se dio cuenta de que su ciclo había finalizado. Lentamente los árboles fueron adentrándose en el río para ir perdiendose uno a uno en el horizonte. Villalba fue zambulléndose en el mar de gente, abriéndose paso hacia el centro, pensando (mientras tiraba su placa y su arma reglamentaria al suelo) dónde podría encontrar después de semejante suceso un taxi para ir a la pensión, buscar sus cosas, la plata que le quedaba e ir a la terminal, para sacar un pasaje hasta Santa Rosa, para poder tomar unos mates con su viejo, para volver a su hogar.

“Villalba!!, Villalba!!!”, se oía en la plaza desierta, desde un radio semi enterrado.
“López!” “Si subcomisario” “¿Sabes donde esta Villalba?” “No subcomisario” “Encontralo!, acaba de llamar el presidente!, lo vio por televisión, lo quieren ascender a ministro de defensa!” “Pampeano culón”, pensó López mientras se prendía un cigarrillo.

Diego Schnabel, 24 de sept. De 2008

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